lunes, 5 de mayo de 2008

III. Negativos

Bajo una luz rojiza, sumerjo tus fotos, esperando tercamente encontrar algo más que oscuridad. El dorado que tan amorosamente fotografié en tu rostro escapa por más que insisto en fijarlo entre químicos. Hace horas trabajo en tus fotos sin encontrar lo que busco.

En los contactos quemados veo sombras de lo que ocurrió aquella tarde. En ellos, intento escuchar tu nombre, a través de la marea de carros en la calle entre nosotros. Veo que tus labios se mueven, murmurándome una verdad oculta, pero no te oigo. Sin cuidado me acerco para saber lo que dices, pero debo dar un salto hacia atrás, de manera instintiva, para escapar de un auto que casi me atropella. Lo primero que hago es tomar mi sombrero de la carretera, para que no termine enredado bajo las llantas de un carro. Luego levanto mi vista y ya no estás en la acera del frente. Finalmente, veo mi cámara que se ha estrellado sobre el pavimento, abriéndose y dejando al descubierto los negativos que inútilmente intento revelar ahora.

Entre estos cuadros negros de papel fotográfico está la mejor foto que he tomado en mi vida. En ella veo la Loma de la Cruz en una tarde calurosa. Así como un sombrero que la brisa de Agosto lleva hasta ti. Después estamos los dos. Yo a tus pies, admirándote mientras recojo mi sombrero.

Una cicatriz divide tu cara en dos y la luz conspira para aumentar el contraste. Eres luz y sombra; mi lente anhela descubrirte. Te sigo con mi cámara hasta que cruzas la calle, tú sólo te ríes ante mi entusiasmo. Al ver que te vas, dejo mi cámara a un lado y te pregunto tu nombre.

En los siguientes negativos encuentro una foto que se ha salvado, desafortunadamente es la que menos quiero ver. Hay un cuadro sobreexpuesto de Esteban en el restaurante. En ella se ven los platos apilados, con restos de comida, los vasos casi vacios y la cara de mi hermano, con una sonrisa conciliadora. Amplio esta foto y en su grano estallado escucho la invitación al cumpleaños de mi padre, mis excusas para no asistir y los reproches de Esteban, que me llevan a salir de manera presurosa del lugar y me dirigen sin sospecharlo hacia ti.

Al final del día, sólo quedan unos negativos quemados en la papelera y en ellos algunas rayas blancas en las que desesperadamente intenté encontrar tu cicatriz.

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